El yodo radioactivo es probablemente el tratamiento más eficaz o al menos uno de los más eficaces de todos los que se disponen para el tratamiento del cáncer. Se cree que hasta el 90% de los pacientes con tumores diferenciados de tiroides son sensibles a su actividad aprovechando un “defecto” de las células de estos tumores que es el de tener la capacidad de incorporar yodo a su interior. Una característica que aprovechamos farmacológicamente como si de un Caballo de Troya se tratase para introducir en las células tumorales radioactividad de una manera muy selectiva.
El problema surge en ese 10% de los pacientes en los que su tumor o bien no capta el yodo radioactivo o, si lo capta, las células aprenden a evitar su entrada y siguen creciendo a pesar de esta radioactividad. En este momento es cuando hablamos de tumores resistentes a radioyodo.
En la última década hemos asistido a un mayor conocimiento en la biología molecular responsable del crecimiento de estos tumores que nos ha permitido, por un lado, saber que la formación de vasos sanguíneos, denominada angiogénesis, es fundamental para que estos tumores aparezcan y se desarrollen y, por otro, que la presencia de determinadas mutaciones como son las que afectan a genes como BRAF son también claves en el origen de esta enfermedad.
Disponemos de dos fármacos aprobados que son capaces de impedir la formación de vasos sanguíneos bloqueando a los principales receptores de las células que forman dichos vasos y que a la vez pueden inactivar los productos anómalos de los genes mutados. Éstos son sorafenib y lenvatinib y ambos se presentan en forma de comprimidos orales, por lo que son muy cómodos de tomar y nada tienen que ver en cuanto a tolerancia y efectos adversos con la clásica quimioterapia que, por cierto, ha mostrado escasa o nula actividad para el tratamiento de los pacientes con cáncer de tiroides refractario al radioyodo.
La aprobación tanto de sorafenib como de lenvatinib se basa en el porcentaje de pacientes en los que ambos fármacos son capaces de reducir el tamaño de las metástasis de los pacientes, así como en el retraso que producen en el tiempo en que el tumor requiere para volver a crecer.
Sabemos, así mismo, que podemos emplear uno de estos fármacos después del otro consiguiendo volver a reducir el tamaño de las lesiones y a retrasar que el tumor crezca de nuevo. Es decir, que un fármaco revertiría la resistencia al otro consiguiendo ganar tiempo muy valioso de vida a los pacientes.
Desafortunadamente, estos fármacos no son inocuos y pueden dar lugar a efectos adversos entre los que se encontraría el cansancio, la hipertensión arterial, la aparición de llagas en la boca, diarrea, o el síndrome mano-pie, que consiste en la aparición de callos o incluso grietas en manos y pies que no suelen ser graves pero sí muy molestas para los pacientes. Para evitar la aparición de estos efectos adversos, se debería educar muy bien a los pacientes en medidas de profilaxis de estas toxicidades, y enseñarles cómo detectarlos cuando surgen y así iniciar el tratamiento dirigido para cada uno de ellos. De este modo, al menos, se podría evitar que adquieran un grado de severidad importante.
En definitiva, el manejo integral de los pacientes con tumores refractarios al radioyodo es clave, de tal forma que éstos puedan beneficiarse de la atención en equipos multidisciplinares compuestos por oncólogos médicos, endocrinólogos, médicos nucleares, etc.
Por Dr. Enrique Grande
Jefe de Servicio de Oncología Médica del Hospital Monográfico de Cáncer MD Anderson Madrid